Desde los años sesenta del pasado siglo, un invasor procedente de Australia se está extendiendo por toda la cornisa Cantábrica. Y no estoy hablando de los eucaliptos, sino de un ser mucho más inquietante. A principios del verano, este invasor parece un huevo semienterrado, blancuzco o rosado, de cuatro a cinco centímetros de diámetro. Lentamente, de este huevo brotan erectos entre cuatro y ocho brazos sonrosados, largos y finos, con aspecto de dedos o de tentáculos de pulpo. Cuando estos brazos, que pueden alcanzar los diez centímetros de longitud, se despliegan, muestran su interior de color rojo sangre salpicado de pústulas negruzcas, como una mano abrasada que surge de las entrañas de la tierra, y desprenden un olor fétido.